Capítulo
14
Marcos alzó la
mano con solemnidad en un juramento a la manera de los boy scouts.
M: Lo juro (dijo).
V: Hablo en
serio. Una sola mención de la palabra
deseo, no me importa en qué contexto, y dejo a Lautaro en tus rodillas y me
marcho.
M: Trato hecho (prometió
Marcos y sonrió con agradecimiento).
Victoria no
quiso decirle que ver la televisión a su lado era exactamente como ella quería
pasar esa noche; si lo hacía, podría estimularle para que mencionara otra vez
sus deseos. De manera que limitó sus
comentarios a temas inocuos, como lo ridículo de algunos anuncios y la
inexplicable preferencia de Lautaro por ella.
El bebé se
comportaba razonablemente bien en su regazo, pero cada vez que ella hacía el
menor movimiento, soltaba un chillido de alarma. La breve visita de Victoria al cuarto de baño
provocó sus protestas a un nivel de sonido más alto que los decibeles en una
discoteca y cuando ella volvió a la sala, los gestos de Marcos eran los de una
víctima torturada por la inquisición. Casi
arrojó a Lautaro a los brazos de ella en cuanto ésta se volvió a sentar en el
sofá. Como por arte de magia, Lautaro se
calmó.
A eso de las
nueve de la noche, vio que Marcos cabeceaba.
V: ¿Por qué no
te vas a acostar? (sugirió Victoria).
La mirada
somnolienta de Marcos se desvió hacia Lautaro, quien estaba sentado muy erguido
en el regazo de Victoria y trataba infructuosamente de cogerse un pie con las
manos.
M: ¿Qué harás
tú? (le preguntó a Victoria).
V: Terminaré de
ver este programa de televisión y luego trataré de dormir a Lautaro. Cuando lo consiga, le meteré en su cuna y me
iré a casa,
M: ¿No te
importa que te deje sola con él?
V: No eres
precisamente una compañía muy animada. Apenas
voy a notar tu ausencia (dijo Victoria).
Marcos aceptó su
comentario con una sonrisa cansada. Se
levantó del sofá, bostezó y se dirigió lentamente hacia las escaleras.
M: Te agradezco
de verdad lo que estás haciendo por mí, Victoria. Ah, y no se te olvide cambiarle el pañal antes
de meterle en la cuna, ¿eh? Dejaré un
biberón lleno en la cocina, seguramente tendrá hambre dentro de un rato.
V: No necesito
instrucciones (gruñó Victoria). Después
de todo soy mujer y las mujeres nacemos con una sabiduría congénita respecto a
estas cosas, ¿no es cierto?
Marcos sonrió
ante el sarcasmo y contraataco:
M: De acuerdo,
pero cuida bien de mi sobrino mientras descanso y quizá algún día te lo pague
como mereces.
Antes de que
Victoria pensara en una réplica ingeniosa, Marcos ya se había ido. Riendo con suavidad, volvió a concentrar su
atención en el bebé. Lautaro no parecía
cansado, pero mientras estuviera de buen humor a ella no le molestaba
permanecer con él. Ignorando el programa
de televisión, puso los dedos entre las manos del pequeño y vio como él se los
aferraba uno por uno con esa concentrada atención de los bebés. Le hizo cosquillas en el estómago y él rió.
No creía
sinceramente que su cariño por Lautaro naciera de algún instinto maternal
congénito. No había nada de congénito en
ello. Por el contrario, había aprendido
a quererle, como había aprendido a cambiarle el pañal y a vestirle, a
alimentarle y jugar con él. Quizás
estuviera disfrutando de su compañía por la satisfacción que le producía haber
conseguido cuidar a un bebé, o quizás se debiera a que se estaba acercando el
día en que ella se iba a convertir en madre
Pero ese día
todavía estaba muy lejano, se recordó. Sólo
tenía veintiocho años; tenía pensado ascender todavía algunos escaños más en su
escalera profesional antes de pensar en formar una familia. La maternidad era un proyecto muy interesante,
pero no estaba dispuesta a abandonar sus metas profesionales en ese momento en
que su carrera podía verse amenazada por la maternidad.
Victoria era
joven; tenía tiempo. Sin embargo, la
tarea de cuidar de Lautaro había dado a aquella cuestión un nuevo matiz. Victoria ya no se preguntaba si sería madre. La cuestión ahora era cuándo lo seria.
Aunque Lautaro
seguía bien despierto a las diez, Victoria decidió darle el biberón para ver
si se dormía. El niño se lo tomó con
entusiasmo, luego se arrellanó en los brazos de Victoria y empezó a tirar de
uno de los botones de su camisa. Tenía
los ojos muy abiertos.
Eran unos ojos
muy bellos, observó Victoria. Igual que
los de Marcos. Victoria pensó en el hombre que dormía arriba y sonrió.
Le aliviaba
inmensamente la forma en que había transcurrido el día. Habían trabajado bien juntos y, lo mejor de
todo, en ningún momento la había elogiado por sus brillantes conceptos y sus
ideas acertadas. Quería impresionarle,
por supuesto, pero si la hubiera elogiado por sus logros, se habría indignado
con él. Pero él había aceptado sus
sugerencias con naturalidad, como si en ningún momento hubiera dudado que
pudieran ser aceptadas. Victoria consideraba
esa actitud más halagüeña que cualquier elogio.
Trabajaban bien juntos, reflexionó, y jugaban bien juntos. Si Marcos se sentía lo bastante relajado en su
compañía como para irse a dormir mientras ella permanecía en la casa, y ella se
sentía lo bastante relajada como para quedarse mientras él dormía. ¿Dónde estaba el sordo antagonismo que ambos habían
abrigado el uno por el otro durante los pasados cuatro años?
Lautaro había
permanecido mucho tiempo inmóvil y callado, y cuando ella bajó la mirada hacia
él, se dio cuenta de que estaba a punto de quedarse dormido. Se lo echó al hombro y se puso de pie. Sentía las piernas entumecidas después de
llevar tanto tiempo sentada con el bebé en el regazo y esperó a que la sangre
volviera a correr por ellas antes de subir las escaleras hacia la habitación
del niño.
Dejó la puerta
del cuarto abierta y cambió el pañal de Lautaro con la luz del pasillo, para
que no se espabilara. Después le meció
canturreando una canción de cuna y Lautaro no tardó en caer profundamente
dormido.
Le dejó en la
cuna y salió del cuarto con sigilo. Todavía
sentía las piernas agarrotadas y se dio cuenta de que ella también estaba
agotada. Decidió prepararse una taza de
café antes de irse a su casa. Necesitaría
una fuerte dosis de cafeína para mantenerse despierta mientras conducía.
Una vez que el
café estuvo listo, se sirvió una taza y la llevó a la sala para tomársela allí.
La luz de la lámpara en la mesita
lateral le hacía daño en los ojos, pero no se atrevió a apagarla. Si lo hacía, estaba
segura de que se quedaría dormida. Se
acomodó en el sofá, sopló al café para enfriarlo y le dio un sorbo. Su mirada cayó sobre el montón de notas que
Marcos y ella habían recopilado aquella tarde. Con razón estaba cansada, se dijo.
En un solo día
había hecho sus faenas domésticas, había jugado en el parque, trabajado en el plan
para un sondeo de mercado y cuidado a un bebé. Mientras daba otro trago al café se preguntó
si una sola taza bastaría para despertarla.
El sofá era
demasiado confortable, decidió, y el café demasiado caliente. Dejó la taza en la mesa, se quitó las
sandalias y se acomodó entre los mullidos cojines. Sólo una pequeña siesta, se dijo, mientras se
le iban cerrando los ojos. Un cabeceo de
unos diez minutos le daría energías suficientes para conducir hasta su casa.
Continuará….